Su cuidador, el indio Tinjacá también pereció |
Se cumplen 194 años de la muerte en combate de
"Nevado" el fiel perro Mucuchíes de El Libertador Simón Bolívar.
Nevado fue el perro fiel del Libertador Simón Bolívar y lo
acompañó durante muchas travesías y batallas.
Bolívar y Nevado unieron sus destinos el 10 de junio de
1813, cuando el prócer recorrió los Andes venezolanos durante la Campaña
Admirable. El perro enfrentó a la tropa de Bolívar cuando estos pretendían
ingresar a la Hacienda Moconoque (cerca del pueblo de Mucuchíes), en busca de
resguardo y alimentos. Bolívar quedó impresionado de la valentía del animal
para confrontar a sus hombres armados con fusiles y lanzas.
El Libertador le preguntó a don Vicente Pino, el dueño de la
hacienda, sobre la posibilidad de conseguir un cachorro y éste le obsequió a
Nevado. El cuidador y entrenador del perro fue el indio Tinjacá, al que los
demás oficiales del Libertador apodaron como “El edecán de Nevado”.
Nevado acompañó a Bolívar en toda las batallas hasta llegar
a Caracas. En la batalla de La Puerta (1814), Nevado y Tinjacá fueron apresados
por Boves, pero afortunadamente lograron escapar poco tiempo después.
Transcurrieron seis años para que Nevado y Tinjacá se reencontraran con el
Libertador.
La muerte del fiel amigo del Libertador ocurrió en batalla.
Nevado, que se abalanzaba sobre los caballos de los españoles, murió cuando una
lanza atravesó su robusto cuerpo durante la Batalla de Carabobo, el 24 de junio
de 1821, combate que determinó la independencia de Venezuela.
La mejor manera de honrar la memoria de ese valiente y noble
perro que sirvió a nuestro Libertador y murió como un mártir de la causa
patriota, es consolidar el Movimiento Popular Misión Nevado por la Paz y la
Vida, para incluir y ayudar a nuestros hermanos animales, que sienten y padecen
pero no tienen la manera de hacerse escuchar por la sociedad. Que la Misión
Nevado sea la voz de aquellos que nunca han tenido voz y que siempre han sido
los más indefensos y oprimidos.
A continuación puedes leer la épica historia de Nevado,
escrita por el periodista e historiador merideño Tulio Febres Cordero.
EL PERRO NEVADO
Tulio Febres Cordero
El silencio de los páramos es completo. No hay aves que
canten, ni árboles que luchen con el viento, ni ríos estrepitosos que atruenen
el espacio. Es una naturaleza grandiosa, pero llena de gravedad y de tristeza.
Aquellos cerros desnudos y altísimos, acumulados al capricho, parecen las
ruinas de un mundo en otro tiempo habitado por cíclopes y gigantes. Lo que pasa
en alta mar, lo que pasa en la llanura inmensa, eso mismo sucede en los páramos
andinos. El hombre se siente humillado ante la naturaleza y se recoge en sí
mismo. Por eso la ascensión a las alturas de la cordillera venezolana no
solamente es fatigosa para el cuerpo, sino abrumadora y triste para el
espíritu. Bajo las mantas y abrigos que son necesarios al viajero para soportar
un frío que acalambra los miembros, el alma también se recoge y busca el calor
de los recuerdos, de los pensamientos y de los afectos que le son más caros en
la vida.
En una brumosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una
escolta de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante una legua
de la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela. La
casa parecía desierta, pero apenas habrían dado dos o tres toques en la puerta,
cuando instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieron
espantados. Un enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos
aullidos. Era un animal corpulento y lanudo como un carnero, de la raza
especial de los páramos andinos, que en nada cede a la muy afamada de los
perros del monte de San Bernardo.
Ante la actitud resuelta y amenazadora del perro brillaron
de súbito diez o doce lanzas enristradas contra él, pero en el mismo instante
se oyó a espaldas de los dragones una voz de mando que en el acto fue
obedecida:
—¡No hagáis daño a ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más
hermosos que he conocido!
Era la voz del Brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los
ventisqueros de los Andes con un reducido ejército. Por algunos momentos estuvo
admirando al perro que parecía dispuesto a defender por sí solo el paso contra
toda el escolta de caballería hasta que el dueño de la casa, don Vicente Pino,
salió a la puerta y lo llamó con instancia.
—¡Nevado! … ¡Nevado! ¿Qué es eso?
El fiel animal obedeció en el acto y se volvió para el patio
de la casa gruñendo sordamente. Su pinta era en extremo rara y a ella debía el
nombre de Nevado, porque siendo negro como un azabache, tenía las orejas, el
lomo y la cola blancos, muy blancos, como los copos de nieve. Era una viva
representación de la cresta nevada de sus nativos montes.
El señor Pino, que era un respetable propietario, se puso
inmediatamente a las órdenes de Bolívar y sus oficiales, y obtenidos de él los
informes que necesitaban referentes a la marcha que hacían, la continuaron
hasta Mucuchíes, donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado
con ojos de admiración y profunda simpatía, y al despedirse, preguntó al señor
Pino si seria fácil conseguir un cachorro de aquella raza.
—Muy fácil me parece —le contestó—, y desde luego me permito
ofrecer a Su Excelencia que esta misma tarde lo recibirá en Mucuchíes, como un
recuerdo de su paso por estas alturas.
Media hora después de haber llegado el Brigadier a la citada
villa, le avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su
alojamiento. Era un chico de once a doce años, hijo del señor Pino, que iba de
parte de éste, con el perro ofrecido.
—¡El mismo perro Nevado! —exclamó Bolívar—. ¿Es este el
cachorro que me envía su padre?
—Sí, señor, este mismo, que es todavía un cachorro y puede
acompañarle mucho tiempo.
—¡Oh, es una preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que
agradezco en lo que vale su generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero
sacrificio desprenderse de un perro tan hermoso.
El chico regresó a Moconoque aquella misma tarde satisfecho
de los agasajos y muestras de cariño que recibió de Bolívar. Este niño fue don
Juan José Pino, que llegó a ser padre de una numerosa y honorable familia de
Mérida y alcanzó la avanzada edad de noventa y cuatro años.
Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no
cesaba de acariciar a Nevado, que por su porte no tardó en corresponderle las
caricias, haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad que más de una vez hizo
tambalear al libertador al echársele encima para ponerle las manos en el pecho.
Averiguado con varios señores de Mucuchíes si habría en la
tropa algún recluta del lugar conocedor del perro, para confiarle su cuidado y
vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Campo Elías
había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino, y de consiguiente,
conocedor del perro y de sus costumbres.
No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una
orden a Campo Elías, que estaba acampado fuera del pueblo, para que le mandase
al consabido indio, llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de
treinta años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La orden, despachada a
secas sin ninguna explicación, fue militarmente obedecida. El indio se encomendó
a Dios, confuso y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado y conducido
a Mucuchíes con la mayor seguridad y sin dilación alguna. El pobre creyó que lo
iban a fusilar.
Era ya de noche, y Bolívar, envuelto en su capa por el frío
intenso del lugar, revisaba el campamento acompañado de algunos oficiales,
cuando se le presentaron con el recluta.
—¿Eres tú el indio Tinjacá?
—Sí, señor.
—¿Conoces el perro Nevado del señor Pino?
—Sí, señor, se ha criado conmigo.
—¿Estás seguro de que te seguirá a dondequiera que vayas sin
necesidad de cadena?
—Si, señor, siempre me ha seguido —contestó el indio
volviendo en sí de su estupor.
—Pues te tomo a mi servicio con el único encargo de cuidar
el perro.
El indio estaba tan turbado por la brusca transición efectuada
en su ánimo, que no acertó a decir palabra alguna de agradecimiento. Al cabo se
atrevió a preguntar tímidamente dónde estaba el perro.
—Está amarrado en mi alojamiento —le contestó Bolívar.
—Pues si su merced quiere una prueba del cariño que me tiene
Nevado, mande que lo suelten y le respondo que al punto se vendrá para acá, a
pesar de la distancia y de la oscuridad de la noche.
Bolívar clavó sus ojos en el indio y se sonrió, manifestando
de este modo su incredulidad; pero después de reflexionar un poco dio la orden
y se quedó en el mismo sitio, advirtiendo a Tinjacá que si la prueba resultaba
adversa lo castigaría severamente.
Las calles de la villa se hallaban a aquella hora cruzadas
por muchos jinetes e infantes ocupados en procurar a las tropas el rancho y las
comodidades necesarias. Bolívar empezó a temer que el perro, al verse suelto,
se volviera como un rayo para Moconoque, pero en este momento Tinjacá se llevo
la mano derecha a la boca, y acomodándose los dedos entre los labios de un modo
particular, lanzó un silbido extraño y penetrante, distinto de los demás
silbidos que hasta allí habían oído Bolívar y sus compañeros. Algo de salvaje y
de guerrero había en aquel silbido que dominó todos los ruidos y algazara de
los vivas y debió de resonar hasta muy lejos.
—El perro debe ya estar suelto —dijo Bolívar con inquietud,
volviéndose a Tinjacá.
—Sí, señor —repondió éste—, y muy pronto estará aquí.
Y seguidamente lanzó al viento otro agudo silbido que hizo
vibrar el tímpano a todos los presentes. Hubo un momento de ansiedad. Todos los
corazones palpitaban aceleradamente, menos el del indio, que lleno de
confianza, esperaba tranquilamente el resultado, sondeando la oscuridad con sus
miradas en la dirección del alojamiento del Brigadier, que distaba de allí tres
o cuatro cuadros. Un grito escapó de sus labios:
—¡Allí viene! —exclamó, echando con ligereza un pie atrás
paro recibir sobre el pecho el pesado cuerpo del perro, que se te tiró encima
dando saltos de alegría.
—Ya ve su merced cómo el perro sí me quiere —dijo
respetuosamente Tinjacá dirigiéndose a su jefe.
Todos quedaron admirados del hecho, que vino a aumentar, si
cabe, la estimación y afecto que ya Bolívar tenía por su perro. Él mismo le
daba de comer, porque decía que el perro debe recibir siempre la ración
directamente de las manos del amo. El resultado de estas contemplaciones fue
que a los pocos días ya Nevado tenía por su nuevo amo el mismo cariño que
demostraba por Tinjacá y que Bolívar aprendió a llamarle de muy lejos con el
mismo silbido casi salvaje que le enseñó el indio.
Del ingenio festivo y picaresco de algunos oficiales del
Estado Mayor salió la especie de bautizar a Tinjacá con el nombre de Edecán del
Perro, especie que celebró Bolívar, pero no sus oficiales, a quienes nunca les
cayó en gracia tal nombre.
Nevado compartió los azares y la gloria de aquella épica
campaña de 1813. Sus furibundos ladridos se mezclaban sobre los campos de
batalla al redoble de los tambores y estruendo de las armas.
Era un perro de continente fiero, semejante a un terranova,
pero singularmente hermoso, que se atraía las miradas de todos en las ciudades
y villas por donde pasaban.
El siete de agosto, en la entrada triunfal de Caracas,
Nevado, acezando de fatiga, seguía a su amo bajo los arcos de triunfo y las
banderas que adornaban las calles de la gentil ciudad. Más de una flor
perfumada de las muchas que arrojaban de los balcones sobre la cabeza olímpica
del libertador, vino a quedar prendida en los níveos vellones del perro.
El hermoso Nevado era digno de aquellas flores.
Dice la historia que cuando Nerón vino al mundo se vieron en
el cielo nubes de color sangre y otras señales espantosas, lo mismo que al
moverse contra Roma el formidable Atila. Tal así debieron verse en Venezuela en
el cielo y en la tierra presagios siniestros cuando compareció en el escenario
de la guerra a muerte el terrible Boves. Humillada su vandálica fiereza en el
combate de Mosquiteros por el intrépido Campo Elías, vino a levantarse como un
dragón infernal en la triste batalla de la Puerta, donde todo se perdió para la
patria, menos la fe republicana y la perseverancia heroica de Bolívar, que
logró salvarse de las garras de su feroz enemigo, acompañado de algunos de sus
bravos tenientes, tomando la vía de Caracas con el alma desolada ante aquel
inmenso desastre.
Meses antes, sobre el campo de Carabobo, donde habían sido
derrotadas por completo las armas realistas, Nevado estuvo a punto de ser
lanceado al precipitarse furioso sobre los caballos enemigos. El perro parecía
perder el juicio a la vista del humo de la pólvora, del choque de las armas y
los sangrientos escenas del combate.
Para prevenir este mal, ordenó Bolívar a Tinjacá que tuviese
amarrado el perro en las acciones de armas; y esta orden, estrictamente
obedecida, fue acaso su perdición en la Puerta, porque sus ladridos, escuchados
desde muy lejos, orientaron a los perseguidores, y pronto descubrieron éstos a
Tinjacá que huía siguiendo los pasos de Bolívar, pero entorpecido por el perro
que iba amarrado a la cola del caballo.
El perro y su guardián fueron presentados a Boves como una
presa inestimable. Hasta las filas realistas había llegado la fama del noble
animal. En los labios de Boves apareció una sonrisa siniestra, y con la
refinada malicia que lo caracterizaba se dirigió al atribulado indio, diciéndole:
—Has cambiado de amo, pero no de oficio. Te necesito para
que me cuides el perro, y por eso te perdono la vida. Yo sé que no te atreverás
a huir, porque él sería el primero en descubrirte hasta en las entrañas de la
tierra.
Boves acarició a Nevado, seducido por su tamaño y rarísima
pinta, pensando desde luego aprovecharse de su finísimo olfato para descubrir
algún día el paradero de Bolívar y sus más allegados tenientes, a quienes el
perro no podría olvidar en mucho tiempo.
Nevado asistió cautivo al sitio de Valencia que Boves
dirigía personalmente. Bolívar había ordenado a Escalona que defendiese la
ciudad a todo trance; y Escalona y su puñado de héroes así lo hicieron, hasta
que reducidos al escaso número de noventa soldados, sin pertrechos ni víveres y
constreñidos por los clamores del vecindario se vieron en la dura necesidad de
aceptar la capitulación propuesta por Boves, quien se adueñó de la plaza por
este medio.
Pero antes, este sanguinario jefe realista hizo celebrar una
misa en su campamento, y adelantándose hasta el altar en el momento solemnísimo
de la elevación, juró en alta voz ante la Hostia consagrada que cumpliría y
haría cumplir los artículos de la capitulación, los cuales garantizaban la vida
y hacienda del vecindario y guarnición de la ciudad heroica. Lo que sucedió, no
habrá historiador que lo relate sin llamar la cólera del cielo sobre aquel
insigne malvado.
Tinjacá y el perro fueron incorporados en la guardia
personal del feroz caudillo, alojándose con él en la casa del Suizo, recinto
lleno de familias patriotas, asiladas allí por temor a los ultrajes de la
soldadesca desenfrenada.
Muchas damas patriotas, temerosas de provocar las iras del
vencedor, asistieron, llenas de angustia y de sobresalto, al baile que la
oficialidad realista organizó en la propia casa del Suizo, residencia de Boves,
para obsequiar a éste por el triunfo de sus armas; y cuando este hombre
infernal agasajaba con pérfidas sonrisas a las matronas y señoritas allí
reunidas, en los hogares de éstas, en las prisiones y en las calles corría
despiadadamente la sangre de los patriotas.
Aquel sombrío personaje de la leyenda arábiga, el jefe de
los Abasidas, que hizo sacrificar a más de ochenta individuos de la ilustre
familia de los Ommíadas prisioneros que descansaban en la fe de su palabra, y
que sobre sus cuerpos todavía agonizantes hizo tender tapices y servir un
banquete a los oficiales de su ejército; ese califa pérfido fue, sin embargo,
menos cruel e inhumano que Boves en aquella San Bartolomé valenciana. Ese monstruo
llevó su refinamiento hasta hacer que las madres, esposas e hijas de las
víctimas danzasen entre música y flores en medio del esplendor de las bujías a
la misma hora en que, allá entre las sombras, se retorcían sus deudos más
queridos, villanamente sacrificados a lanzazos por una turba de asesinos.
Antes de que llegase a conocimiento de aquellas mártires la
tremenda verdad de su infortunio y la inaudita perversidad de Boves, ya esto se
sabía y se comentaba en los corredores de la casa, en los cuales reinaba un
extraño movimiento. Entrada y salida de oficiales, órdenes secretas, sonrisas
diabólicas en unos, caras de espanto en otros. Todo lo advirtió Tinjacá y
tembló de pies a cabeza. ¡La hora de la matanza había llegado!
Los distinguidos patriotas Peña y Espejo, que estaban
bailando, desaparecieron sin saberse cómo de las manos de sus verdugos, cuando
dentro de la misma sala uno de los oficiales tenía ocultas debajo de la
chaqueta las cuerdas para amarrarlos. Al día siguiente, descubierto el doctor
Espejo en su escondite, fue fusilado en la plaza pública.
El indio concibió al punto la idea de fugarse con el perro,
su fiel e inseparable compañero, pero lo detuvo la consideración de que Nevado
lo comprometía, porque a pesar de la mucha gente y gran animación que había en
la casa, sería muy notable su salida acompañado del perro, el cual estaba
encadenado en el interior de la casa por orden expresa de Boves.
¿Qué hacer en momentos tan críticos? Empezaban ya a oírse en
los labios de la soldadesca los nombres de los patriotas asesinados aquella
misma noche, y multitud de partidas armadas cruzaban descaradamente las calles
en busca de víctimas. Tinjacá corrió al interior de la casa y so pretexto de
que iba a partir pan para darle al perro, pidió en la cocina un cuchillo del
servicio. Seguidamente se dirigió al lugar donde estaba el perro, que se
hallaba inquieto y gruñendo de cuando en cuando por el ruido inusitado que
llegaba a sus oídos Con suma rapidez se allegó a él, lo acarició con más
extremos que nunca y disimuladamente le cortó el collar de cuero de donde
pendía la cadena, dejándolo unido apenas por un hilo, de suerte que Nevado con
poco esfuerzo se viese libre; y repitiéndose sus extremadas caricias, hasta
dejarlo sosegado, se alejó de allí, escurriéndose entre la mucha gente que
llenaba la casa.
Al verse en la calle, consultó la dirección del viento y se
alejó de aquella mansión diabólica. Más de una vez se detuvo y vaciló. El paso
que daba podía costarle la vida. Tenía muy presentes las palabras de Boves
cuando cayó prisionero en la Puerta. Huir solo era menos expuesto, pero no
podía resignarse a abandonar el perro, por el cual sentía un cariño entrañable,
un cariño que rayaba en culto, a que se unía el orgullo de ser el único
guardián, el único responsable de aquel animal que era para Bolívar una joya de
gran valor. El pobre indio de los páramos veía en Nevado el talismán de su
fortuna; a él debía su posición al lado del libertador, y el cariño sincero que
éste le profesaba. Abandonarlo era sacrificar su carrera, su porvenir: era
sacrificarlo todo.
La música del baile aún llegaba vagamente a sus oídos. Era
necesario detenerse un momento y esperar. Por fortuna la calle en aquel paraje
estaba solitaria, a la inversa de los alrededores de la casa del Suizo, donde
hervía el concurso de soldados y curiosos.
Cesó la música, y repentinamente en los grupos de militares
y otras personas que llenaban los corredores y pórticos de la casa se notó un
movimiento simultáneo de sorpresa y de terror.
—¡Se ha soltado el perro! —exclamaron muchas voces.
Efectivamente, Nevado atravesaba como una flecha los
corredores de la casa, y rompiendo por el apiñado grupo que obstruía la puerta,
derribando a unos y haciendo tambalear a otros se lanzó a la calle atronando
con sus ladridos todo el vecindario. Ya fuera, se detuvo algunos instantes,
volviendo a todas partes la cabeza, con la nariz hinchada, en alto las velludas
orejas y batiendo su hermosísima cola, que a la luz que despedían las ventanas
del Suizo semejaba un gran plumaje, blanco, muy blanco, como la nieve de los Andes.
Oyóse un silbido lejano que pasó inadvertido para los
presentes, pero no para el perro, que partió, como tocado por un resorte
eléctrico, desapareciendo a la vista de los circunstantes, a tiempo que el
mismo Boves salía a la puerta y lo llamaba con instancia. Cuando éste se
convenció, por el examen de la cadena, que la fuga del perro era premeditada,
se colmó en su ánimo la medida del odio y de la venganza.
Allá, en oscura bocacalle, el indio postrado en tierra,
sujetó rápidamente al perro por el cuello con una correa que se quitó del
cinto, y rasgando una tira de la falda de su camisa, empezó a amordazarle,
ingrata operación que el inteligente animal soportó dócilmente, aunque
manifestando su contrariedad y sufrimiento con lastimeros quejidos.
Hecho esto, el indio tomó un rumbo opuesto para desorientar
a los que saliesen a perseguirlos, que naturalmente seguirían la dirección que
el perro había tomado en la calle. Ora avanzando cautelosamente, ora
retrocediendo al sentir los pasos de alguna escolta, con mil rodeos y angustias
caminaba en la dirección de los corrales, para tomar allí la vía de
Barquisimeto.
De pronto, a la mitad de una cuadra, sintió los pasos
acelerados que venían a su encuentro. Retroceder era imposible. Los pasos se
acercaban más y más, hasta que sus ojos espantados vieron dibujarse entre las
sombras un bulto informe. Era, por fortuna, una persona inofensiva, un padre
que pasó de largo por la acera opuesta, llamado, sin duda, para auxiliar algún
herido, según creyó Tinjacá. Pero no, aquel aparente religioso, como después se
supo, era el bravo Escalona, que en hábito de fraile, se escapaba también de la
matanza.
La situación del indio, que caminó toda aquella noche sin
descanso, era doblemente crítica porque el perro era demasiado conocido en las
villas y lugares por donde había pasado el Libertador, lo que le obligaba a una
marcha sumamente penosa por parajes extraviados; pero si Nevado era para él una
amenaza constante y causa de mil zozobras por los campos y vecindarios que
recorría, todos enemigos, en cambio, era también un compañero fiel y cariñoso
que velaba su sueño y sabia esgrimir sus poderosas garras y agudos colmillos
para defenderle en cualquier lance personal.
Al cabo de algunos días logró incorporarse a la gente de
Rodríguez, el jefe patriota de la guarnición de San Carlos, llamado por
Escalona cuando supo la aproximación de Boves. Sabido es que Rodríguez llegó a
los alrededores de Valencia con su tropa, que no pasaba de cien hombres, y tuvo
que replegarse, porque el ejército sitiador le impidió la entrada. Unido, pues,
a este puñado de valientes, corrió la suerte de ellos, atravesando lugares
llenos de guerrillas enemigas, ora combatiendo día y noche, ora pereciendo de
necesidades en las selvas y desiertos, hasta que lograron, al fin, incorporarse
todos, esto es, cuarenta o cincuenta que sobrevivieron, al no menos heroico
ejército de Urdaneta, que alcanzaron en El Tocuyo, para emprender juntos
aquella célebre retirada que salvó del pavoroso naufragio de 1814 la emigración
y las reliquias de la patria.
A su paso por Mucuchíes, Urdaneta dejó de retaguardia en
este lugar trescientos hombres al mando de Linares, y con el resto de sus
tropas ocupó a Mérida. El valor temerario de Linares lo obligó a combatir con
Calzada, que los seguía y que casi inesperadamente descendió del páramo de
Timotes y los atacó con todo su ejército en la propia villa de Mucuchíes.
Tinjacá y Nevado, como era natural, estaban allí con la
fuerza de Linares en su tierra nativa, y se vieron envueltos en aquel combate
heroico, que fue desastroso para los patriotas. El pronto auxilio despachado de
Mérida al mando de Rangel y Páez, que volaron con un cuerpo de caballería al
socorro de Linares, llegó tarde, pues se encontraron con los primeros
derrotados una legua antes de llegar a la villa.
El pánico y la consternación se adueñaron de Mérida, cuyo
vecindario vino a aumentar la gran emigración de familias que venían desde el
centro de la República al amparo de Urdaneta, quien continuó su marcha hacia la
Nueva Granada.
¿Qué había sido de Tinjacá y de Nevado? Tratándose del perro
del Libertador, Urdaneta y su oficialidad indagaron inmediatamente con los
derrotados por su paradero, pero nadie dio razón, y se temió que hubiese caído
otra vez en manos de los españoles. Pero esto no era cierto, porque sabedor
Calzada de que el perro se hallaba en el combate de Mucuchíes hizo las más
escrupulosas pesquisas para descubrirlo, allanando al intento la casa y
hacienda del señor Pino, su primitivo dueño; pero todo fue en vano: Tinjacá y
Nevado no se volvieron a ver. Parecía que se los había tragado la tierra.
Meses después, cuando Bolívar y Urdaneta se vieron en
Pamplona por primera vez después de estos desastres, aquél supo con tristeza
toda la historia del perro, y admirando la fidelidad y valentía del indio,
exclamó con entera seguridad:
—¿Sabe usted, Urdaneta, que abrigo una esperanza?
—Espero conocerla, General.
—Pues creo que mi perro vive y que lo hallaré cuando
atravesemos de nuevo los páramos de los Andes para libertar a Venezuela.
No era la primera vez que Bolívar hablaba en tono profético.
Han transcurrido seis años. Por lo alto de los páramos de
Mérida marchan con dirección a Trujillo varios batallones del ejército
patriota; y nuevamente se detiene frente a la casa de Moconoque un considerable
número de jinetes. Es Bolívar y su brillante Estado Mayor.
—Llamad en esta casa —dijo el Libertador a uno de sus
edecanes.
El estrecho camino apenas podía contener a los jefes y
oficiales que habían hecho alto en aquel sitio.
La casa estaba cerrada, y sólo después de fuertes y
repetidos golpes crujieron los cerrojos de la puerta, y apareció en el umbral
una india anciana, trémula y vacilante, que era la casera, la cual miró con
ojos asombrados a la brillante comitiva.
—¿Vive todavía aquí don Vicente Pino o alguno de su familia?
—le preguntó Bolívar.
—No, señor. Todos emigraron para la Nueva Granada, hace
algunos años.
—¿Puede usted, entonces, informarme algo sobre el paradero
del perro Nevado y el indio Tinjacá, después del combate de Mucuchíes?
—He oído contar muchas veces la historia del indio y del perro,
pero ni aquí han vuelto ni nadie sabe qué ha sido de ellos.
Cuando Bolívar y su Estado Mayor continuaron la marcha, la
india, deslumbrada todavía por el brillo y bizarría de tantos jefes y oficiales
volvió a correr los cerrojos de la puerta, y se entró a comentar el suceso con
los otros habitantes de la casa:
—¡Jesús credo! —les dijo—, esto es para confundir a
cualquiera. Otra vez el perro; otra vez la misma pregunta. Si pasan los
españoles, averiguan por el perro, y si pasan los patriotas, la misma cosa.
¡Este animal debe valer mucho dinero!
Pero no solamente en Moconoque, sino en la villa de
Mucuchíes, a cada paso de tropas eran interrogados los vecinos sobre el perro,
cuyo desaparecimiento estaba envuelto en el misterio. Bolívar también averiguó
allí por Nevado y su guardián sin resultado alguno, y con esto perdió la
esperanza que había abrigado de hallarlo a su paso por los páramos de Mérida.
Al día siguiente emprendieron la gran ascensión del páramo
de Timotes. Pronto pasaron el límite de las últimas viviendas humanas y
entraron en la soledad temible, donde la marcha es lenta y silenciosa, ora
cortando la falda de un cerro, ora subiendo por algún plano rápidamente
inclinado, con harta fatiga de las bestias de silla. Ya hemos dicho que el
silencio es allí completo, y absoluta la desnudez del suelo. Hasta la menuda
gramínea y la reluciente espelia, que constituyen la única vegetación de estas
elevadas regiones, desaparecen en aquella espantosa soledad de varias leguas.
Los caracteres más alegres y festivos, allí se apocan y
entristecen. Una fuerza oculta nos obliga a callar, rindiendo así culto al dios
fabuloso que, según los aborígenes, vivía de pie sobre el risco más empinado de
los Andes, con la frente inclinada sobre el pecho y el dedo índice apoyado en
los labios: era el dios de la meditación y del silencio.
El Estado Mayor de Bolívar marchaba con una lentitud
imponente. Sólo se oían las pisadas y fuertes resoplidos de los caballos
acezantes. El panorama, en lo general uniforme, ofrecía sin embargo, rápidos
cambiamientos debido al viento helado que sopla en aquellas cumbres, el cual
tan pronto acumula las nieblas en torno del viajero, envolviéndolo por
completo, como las aleja, ensanchándose el horizonte, para dejarle ver aquí y
allá riscos y peñones atrevidos, que asoman sus cabezas mostruosas por entre las
nubes, de un modo tan caprichoso como fantástico.
Los hilos de agua que vienen de lo alto, acrecidos por las
lluvias y los deshielos, forman zanjones profundos que cortan el camino de
trecho en trecho. Abismado cada cual en sus propios pensamientos caminaban
todos, cuando de repente se oyó un grito de guerra:
—¡Viva la Patria! ¡Viva Bolívar!
Grito inesperado que rompió el silencio augusto del Gran
Páramo y que, por un fenómeno propio de la comarca, fue repetido al punto por
bocas misteriosas que se abrieron en el fondo de los valles y cañadas, al
conjuro del dios Eco; de suerte que las voces Patria y Bolívar fueron
retumbando de cerro en cerro hasta morir débilmente en lontananza como el vago
rumor de un trueno.
Antes de que el eco se extinguiese, Bolívar vio salir de uno
de aquellos zajones un personaje extraño, que parecía estar allí acechándole el
paso, y que corrió hacia él con ligereza de un gamo. Una larga y oscura manta
rayada de colores muy vivos cubría casi todo el cuerpo de aquel hombre, que tomaron
por un loco en vista del modo tan brusco e inusitado con que se presentaba.
—¿No me conoce ya Su Excelencia? —dijo al Libertador con el
sombrero en la mano.
—¡Tinjacá! —exclamó Bolívar lleno de asombro.
—Siempre a sus órdenes, mi general. Ayer supe en mi retiro
del páramo que Su Excelencia pasaba…
—¿Y el perro? ¿Dónde está Nevado? —le preguntó Bolívar, sin
dejarlo proseguir.
—Está por aquí mismo con una persona de confianza, pero no
lo traje porque todavía dudaba, y quise ver antes por mis propios ojos si era
verdad que Su Excelencia iba con el ejército.
—Pues ve a traérmelo en el acto.
—No hay necesidad. El vendrá solo —le contestó el indio, a
tiempo que hacia un movimiento para llamarlo.
Pero al instante, Bolívar lo detuvo, diciéndole:
—¡Espera!, que yo lo llamaré.
Y con la excitación de su alegría, que era indescriptible
como la sorpresa de sus tenientes, sacóse un guante, y llevándose a los labios
sus dedos acalambrados por el frío lanzó al viento aquel silbido extraño, casi
salvaje, que en otro tiempo había aprendido del indio, el mismo que oyó por
primera vez en la helada villa de Mucuchíes y que más tarde salvó a Nevado, en
la noche tétrica de Valencia. El eco se encargó de repetir y prolongar el
silbido, que fue a extinguirse como un débil lamento en el confín lejano.
Entretanto Tinjacá sonreía de contento, los jefes y
oficiales esperaban sorprendidos el desenlace de aquella inesperada escena; y
Bolívar, pálido de gozo, rasgaba la niebla con sus miradas de águila.
Un grito unánime se escapó de todos los pechos.
—¡El perro¡ ¡El perro! …
Sobre el borde de un barranco próximo había aparecido
Nevado, el mismo Nevado, más hermoso y altivo que nunca, batiendo al aire su
abundosa cola, que semejaba un plumaje blanco, muy blanco, como los copos de
nieve.
Momentos después, la cabeza del perro desaparecía bajo los
pliegues de la capa del libertador, que se inclinó desde su caballo para
recibirlo en sus brazos.
Si con el Estado Mayor hubiese ido la banda marcial, él
habría ordenado que en aquel mismo sitio, sobre una de las cumbres más elevadas
de los Andes, resonasen los clarines y tambores en alegres dianas por el
hallazgo de su perro.
A partir de esta fecha, Nevado siguió a Bolívar por todas
partes, ora jadeando detrás de su caballo en las ciudades y campamentos, ora
dentro de un cesto cargado por una mula, a través de largas distancias y en las
marchas forzadas. Él estuvo echado junto a la Piedra Histórica de Santana de
Trujillo en la célebre entrevista de Bolívar con Morillo, provocando las
miradas curiosas y la admiración de los oficiales españoles que conocían su
historia; y durante el Armisticio, visitó el extinguido Virreinato de Santa Fe
y durmió algunas siestas en la mansión de sus virreyes, sobre las ricas
alfombras del palacio capitolino de San Carlos, en Bogotá.
Atravesando Bolívar con sus edecanes por un hato de los
llanos, salieron de un caney multitud de perros de todos tamaños, y se
arrojaron sobre los caballos, ladrándoles con tanta algarabía y obstinación,
que los oficiales iban ya a valerse de las espadas para liberarse de aquel
tormento, cuando les llegó el remedio, porque en oyendo Nevado, que venía un
poco atrás adormilado dentro del cesto, los desacompasados aullidos de aquella
jauría, se botó al suelo de un salto, con espanto de la bestia que lo cargaba,
y a todo correr y dando descomunales ladridos arremetió de lleno contra la
ruidosa tropa de podencos, los cuales huyeron al punto poseídos de terror.
—¡Bravo, bravo! ¡Lo has hecho muy bien, Nevado! —exclamaron
los oficiales, agradecidos al potente animal que les quitaba de encima aquella
insoportable molestia, a lo que agregó Bolívar, riéndose de la derrota de los
galgos:
—Esos pobres perros jamás habían visto un gigante de su
especie.
El 24 de junio de 1821, en la célebre llanura de Carabobo,
enardecido el perro en medio de la batalla, se lanzó como una fiera sobre los
caballos españoles, no obstante su edad de nueve años que empezaba a privarle
de rapidez en la carrera y hacerle más fatigosas las marchas sorprendentes de
su perínclito amo. En vano se le llamó repetidas veces. Ni él ni Tinjacá, que
lo seguía, volvieron a presentarse a los ojos de Bolívar ni de su Estado Mayor.
Ya habían sonado en el glorioso campo las dianas del triunfo
y sólo se oían a lo lejos las descargas de fusilería que daba el Valencey en su
heroica retirada. Bolívar vuelto en sí del frenético entusiasmo de la Victoria,
pregunta de nuevo por su perro, en momentos en que recorría el campo, cuando se
presenta un ayudante y le dice:
—Tengo la pena de informar a Su Excelencia que Tinjacá, el
indio de su servicio, está gravemente herido.
—¿Y el perro? —le preguntó al punto.
—El perro… —dijo titubeando el ayudante—, el perro también
está herido.
Bolívar puso al galope su fogoso caballo en la dirección
indicada. Un cirujano hacía la primera cura al pobre indio, quien al divisar al
Libertador hizo un gran esfuerzo para incorporarse, diciéndole con voz torpe y
extenuada:
—¡Ah, mi General, nos han matado el perro!…
Bolívar miró en torno con la rapidez del rayo y descubrió
allí mismo, a pocos pasos de Tinjacá, el cuerpo exánime de su querido perro,
atravesado de un lanzazo. El espeso vellón de su lomo blanco, muy blanco como
la nieve de los Andes, estaba tinto en sangre roja, muy roja como las banderas
y divisas que yacían humilladas en la inmortal llanura.
Contempló en silencio el tristísimo
cuadro, inmóvil como una estatua, y torciendo
de pronto las riendas de su caballo con un movimiento de doloroso despecho, se
alejó velozmente de aquel sitio. En sus ojos
de fuego había brillado una lágrima, una lágrima de pesar profundo.
El hermoso perro Nevado era digno de aquella lágrima.
Artículo: Misión Nevado- Aporrea.org
Fuente Aporrea